Diocleciano había subido al trono imperial (285-305), alfombrando su camino con la sangre de Aper. Bravo militar de origen dálmata, Diocleciano se hizo proclamar emperador en Calcedonia. La muerte de Carino en el campo de batalla de Margus le dejó como único jefe del Imperio. Soldado favorito de la fortuna, manifestó siempre tener un espíritu lleno de recursos, una voluntad fría e implacable y un plan de reformas concreto y lógicamente ordenado.
Adepto ferviente del paganismo, a la vez por convicción personal y por razón de Estado, el emperador se afrontó muy pronto con el problema acuciante del cristianismo.
El cristianismo, gracias al decreto de tolerancia de Galieno en 260, había realizado grandes progresos no sólo entre la población civil, sino también en las legiones y en los castros. Diocleciano vio en ello una dualidad moral en el Imperio, y, una vez conseguida la unidad territorial, política y administrativa, se propuso conseguir la uniformidad religiosa. Dadas sus convicciones paganas, la religión de Cristo debía sucumbir ante la religión del Estado. Cuatro decretos sucesivos emanados del poder imperial, en 303 y 304, ordenaron una persecución general en todo el mundo romano. El intento de descristianización empezó por el ejército. En cuanto al elemento civil, el emperador eligió los prefectos más sanguinarios para que persiguieran y acosaran a los cristianos en cualquier rincón del mundo en que se encontraran. Y los ángeles en el cielo entrelazaron con flores purpúreas infinitas coronas que cayeron sobre las cabezas resplandecientes de los atletas de Cristo, lo mismo en el Oriente que en el Occidente, igual en Egipto que en Roma y que en las dos Españas.
A España vino como prefecto Daciano. El regó con torrentes de sangre todas las vegas de la Iglesia española. Conforme iba pasando por las ciudades de la España tarraconense, las vidas más puras y delicadas iban cayendo a sus pies. Empezó por Gerona. Siguió por Barcelona, en donde fue recogida entre la gavilla de las espigas cristianas el alma purísima de Eulalia; continuó por Tarragona, y llegó a Zaragoza. En esta ciudad el tajo era inmenso. En sus enormes brazadas cortó Daciano la vida del diácono Vicente y del obispo Valerio. Por entonces cayeron también los innumerables Mártires de Zaragoza, cuyos restos calcinados formaron las santas masas, la nívea pella de predestinados que esperan en el templo de Engracia el día de la reivindicación final.
Por aquellos días agostadores llegó Engracia a Zaragoza. Venía de Brácara, la noble ciudad de Gallaecia. Hija florida de un noble hispanorromano, iba hacia el Rosellón en cortejo nupcial al encuentro de su prometido, que en aquellas tierras vivía, Antes de emprender el viaje, en el que le servían de cortejo dieciocho caballeros de su familia, recibió entre sueños un aviso de que sería Zaragoza la ciudad de su abrazo feliz.
Cuando llegó a esta ciudad y se enteró de la encarnizada persecución que en ella sufrían sus hermanos, los adoradores de Cristo, comprendió el misterio. Ella era la novia destinada para las bodas eternas con el Cordero. Se presentó delante de Daciano y le reprochó su impiedad.
—Juez inicuo —le dijo—, ¿tú desprecias a tu Dios y Señor que está en los cielos y exterminas con tanta crueldad a sus adoradores? ¿Por qué os empeñáis tú y otros malvados emperadores en perseguir a los cristianos porque no adoran vuestros ídolos, templos de los demonios?
Engracia no iba sola; la acompañaban, como pajes de una reina, los dieciocho apuestos caballeros de su séquito: Luperco, Optato, Suceso, Marcial, Urbano, Julio, Quintiliano, Publio, Frontón, Félix, Ceciliano, Evencio, Primitivo, Apodemio, Maturino, Casiano, Fausto y Jenaro. En los rostros de los caballeros se reflejaban los mismos reproches emitidos por la boca de Engracia, y en su silencio condenaban también la crueldad de Daciano.
El presidente, hombre sanguinario y soez, no resistió las palabras de Engracia ni el silencio de sus compañeros y los mandó azotar duramente a todos ellos. Al compás del chasquido del látigo y el desgarrar de las carnes se alzó la más pura de las sinfonías, que penetró en los cielos e hizo sonreír de gozo a los ángeles de Dios. Engracia dirigía el coro de las alabanzas al Señor.
Pensó Daciano que, vencida la entereza de Engracia, flaquearían sus compañeros, y en su presencia ató el delicado cuerpo de la doncella a la cola de unos caballos y la arrastró por las calles de la ciudad. Cuanto más punzantes eran sus dolores y más se desgarraba su cuerpo en flor más cantaba a Jesucristo y más detestaba a los ídolos y dioses imperiales, y más se robustecía la fe de los caballeros a la vista de la entereza de la virgen.
El juez imperial no dejaba piedra sin remover para llevar a sus víctimas a una abjuración o a una apostasía. Viendo que por los tormentos no arredraba a la intrépida virgen propuso seducirla con promesas. "Ya que no podemos vencer con la dureza, venzamos con halagos", se dijo. Y puso delante de sí a la doncellita, a quien rodeaban sus compañeros corno al pistilo los pétalos de la flor.
—Oye, jovencita —le dijo—, ¿por qué unes la vanidad a tu nobleza? ¿No dejarás tu error si tu sangre real se une en matrimonio con uno de los gallardos príncipes que florecen en el Imperio? Lejos de ti el proseguir en tu desvío y en el desprecio de nuestros apuestos donceles. ¿Vas a despreciar una vida brillante y soñadora por cegarte en las fantasías de esa gentuza arrastrada?
—¡Pobre sacrílego! —replicó Engracia—. Haz a tus hijas esa proposición. En cuanto a mí, si no me venciste con los tormentos, no esperes atraerme con tus hechizos malvados. Mi causa es clara. Seré esposa de Cristo. Ni tus suplicios ni tus halagos conseguirán otra cosa que unirme y estrecharme más íntimamente al Esposo de mi alma. Yo soy enviada por Él para increparte por tus crímenes e indicarte que ceses en la persecución si no quieres sentir sobre tu cabeza la ira de Dios.
Al presidente se le encendieron los ojos y con voz quebrada y sarcástica agregó:
—Por tus consejos, ¡oh niña simpática!, debo darte las merecidas gracias.
Llamó a los verdugos, y en su presencia, y delante de los dieciocho caballeros bracarenses, la mandó desnudar y atormentar. Los garfios se agarraban en sus carnes ya desgarradas por los azotes anteriores y por el arrastre por las calles empedradas de la ciudad. Varios surcos abiertos por los ganchos dejaron al aire libre sus entrañas palpitantes. Ya no había cuerpo donde herir. Le cortan los pechos y a través de las heridas abiertas se veía latir dulcemente el corazón de la esposa de Cristo.
Luperco no se pudo contener ante aquella crueldad usada contra la mártir de Dios y exclamó en nombre dé los demás compañeros:
—Juez cobarde, ¿por qué persigues con esa saña al pueblo cristiano? ¿Por qué atormentas tan cruelmente a la virgen Engracia? ¿No podías probar en nuestros cuerpos varoniles la resistencia de tus garfios y dejar ya de deshilar la seda del cuerpo de la doncella? Si te han molestado sus palabras, su confesión es la nuestra. Si ella merece la muerte, también nosotros debemos morir; pero si nosotros seguimos con vida también ella debía continuar viviendo.
Daciano los mandó retirar de su presencia y ordenó que los degollaran fueran de la ciudad.
Cuando Engracia los vio salir hacia el martirio, desde la púrpura de su sangre en que estaba envuelta, les dijo:
—Hermanos amadísimos, volad gozosos al martirio, camino de la vida eterna. Vais no a la muerte, sino a la vida; no al tormento, sino al triunfo. La misma palma del martirio nos unirá a todos en la gloria.
La orden del presidente fue ejecutada al momento. Los mártires de Cristo recibieron sus coronas a las orillas del Ebro.
Cuando comunicaron a Daciano que su orden estaba cumplida, miró a Engracia y le dijo:
—¡Oh tierna virgen, ¿qué esperas si ya sientes sobre ti todos los tormentos y sabes que tus compañeros han sido decapitados? Blasfema de Cristo, adora a los dioses y cesará el tormento y te presentaré un esposo.
A lo cual respondió, intrépida, la mártir de Cristo:
—¿Piensas que voy a adorar las piedras y a renegar del Criador del cielo y de la tierra?
No sabiendo Daciano cómo atormentarla ya, mandó que le hincaran un clavo en la frente, y, envuelto su cuerpo en un vivo dolor, fue arrojada en un lóbrego calabozo para que se pudriera viva.
El poeta Prudencio le cantó un siglo después como si la estuviera contemplando en el lóbrego calabozo que él piadosamente visitó, sin duda: "A ninguno de los mártires aconteció que habitara en nuestras tierras quedando aún en vida; tú eres la única que permaneces en el mundo, sobreviviendo a tu propia muerte.
Hemos visto parte de tu hígado arrancado y apresado aún a lo lejos en las tenazas comprimidas, ya tiene la muerte pálida algo de tu cuerpo, aun cuando estás viva”.
El cuerpo de la Santa fue sepultado honrosamente por el obispo Prudencio en una urna de mármol, uniendo a él las cenizas de los dieciocho compañeros. "Póstrate conmigo, generosa ciudad, ante los sagrados túmulos", cantaba el poeta Prudencio. Y Zaragoza, llena de fervor, se postra todavía en la cripta de la parroquia de Santa Engracia, donde duermen el sueño de los justos los restos de la virgen Engracia, de sus dieciocho compañeros y las níveas masas de los innumerables Mártires.
JOSÉ GUILLÉIN
CREO
Hace 7 años
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