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CIUDAD DEL VATICANO, 27 sep (ZENIT.org).- El Jubileo del año 2000, centrado en la persona de Cristo, es también el Jubileo de la Eucaristía, el sacramento con el que Jesús se quiso quedar con nosotros a través de la historia. Por este motivo, Juan Pablo II comenzó hoy una serie de meditaciones que continuará durante los próximos encuentros con los peregrinos del miércoles, sobre el milagro más grande de todos los tiempos.
1. Según las orientaciones delineadas en la «Tertio millennio adveniente», este año jubilar, celebración solemne de la Encarnación, tiene que ser un año «intensamente eucarístico» (TMA, 55). Por este motivo, después de haber detenido la mirada en la gloria de la Trinidad, que resplandece en el camino del hombre, comenzamos una catequesis sobre esa celebración grande
y al mismo tiempo humilde de la de la gloria divina: la Eucaristía.
Grandeza y pequeñez de la Eucaristía
Grande, pues e la expresión principal de la presencia de Cristo entre nosotros «todos los días hasta el fin del mundo» (Mateo 28, 20); humilde, pues se entrega con los signos sencillos y cotidianos del pan y del vino, la comida y la bebida ordinarias en la tierra de Jesús y en muchas otras regiones. En ese carácter cotidiano de los alimentos, la Eucaristía introduce no sólo la promesa, sino también la «prenda» de la gloria futura: «futurae gloriae nobis pignus datur» (Santo Tomás de Aquino, «Officium de festo corporis Christi»). Para comprender la grandeza del misterio eucarístico, hoy queremos considerar el tema de la gloria divina y de la acción de Dios en el mundo, ya sea que se manifieste en los grandes acontecimientos de salvación, ya sea que se esconda bajo los humildes signos que sólo puede percibir el ojo de la fe.
La gloria divina en el Antiguo Testamento
2. En el Antiguo Testamento, con la palabra hebrea «kabôd» se indica la manifestación de la gloria divina y de la presencia de Dios en la historia y en la creación. La gloria del Señor refulge en la cumbre del Sinaí, lugar de revelación de la Palabra divina (cf. Éxodo 24, 16). Está presente en la tienda santa y en la liturgia del pueblo de Dios, peregrino en el desierto (cf. Levítico 9, 23). Domina en el templo, la morada --como dice el salmista-- «en donde habita tu gloria» (Salmo 26, 8). Envuelve, como un manto de luz (cf. Isaías 60, 1), a todo el pueblo elegido: el mismo Pablo es consciente de que «los israelitas poseen la adopción de hijos, la gloria, las alianzas...» (Romanos 9, 4).
3. Esta gloria divina, que se manifiesta de manera especial en Israel, está presente en todo el universo, como lo escuchó proclamar el profeta Isaías a los serafines en el momento de su vocación: «¡Santo, santo, es el Señor de los ejércitos! La tierra está llena de su gloria» (Isaías 6, 3). Es más, el Señor revela a todos los pueblos su gloria, como se lee en el Salterio: «Todos los pueblos contemplan su gloria» (Salmo 97, 6). La luz de la gloria, por tanto, es universal, de modo que toda la humanidad puede descubrir la presencia divina en el cosmos.
La plenitud de la gloria: Cristo
En Cristo, sobre todo, se cumple esta manifestación, pues él es el «resplandor de la gloria» divina (Hebreos, 1, 3). Y lo es también a través de sus obras, como testimonia el evangelista Juan ante el signo de Caná: Cristo «manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él» (Juan 2, 11). Él irradia también la gloria divina a través de su palabra, que es Palabra divina: «Yo les he dado tu Palabra», dice Jesús al Padre; «yo les he dado la gloria que tú me diste» (Juan 17, 14. 22). Cristo manifiesta la gloria divina más radicalmente a través de su humanidad, asumida en la encarnación: «Y la Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad» (Juan 1, 14).
Presencia de Cristo
4. La revelación terrena de la gloria divina alcanza su cumbre en la Pascua que, especialmente en los escritos de san Juan y de san Pablo es descrita como una glorificación de Cristo a la derecha del Padre (cf. Juan 12, 23; 13, 31; 17, 1; Filipenses 2, 6-11; Colosenses 3, 1; 1 Timoteo 3, 16). Ahora, el misterio pascual, expresión de la «perfecta glorificación de Dios» («Sacrosanctum Concilium», 7), se perpetua en el sacrificio eucarístico, memorial de la muerte y resurrección confiado por Cristo a la Iglesia, su amada esposa, (cf. «Sacrosanctum Concilium», 47). Con el mandamiento «Haced esto en conmemoración mía» (Lucas 22, 19), Jesús asegura la presencia de la gloria pascual a través de todas las celebraciones eucarísticas que salpicarán el fluir de la historia humana. «A través de la santa Eucaristía el acontecimiento de la Pascua de Cristo se expande a toda la Iglesia [...]. Con la comunión en el cuerpo y en la sangre de Cristo, los fieles crecen en la misteriosa divinización que, gracias al Espíritu Santo, les hace habitar en el Hijo como hijos del Padre» (Juan Pablo II y Moran Mar Ignatius Zakka I Iwas, Declaración Común 23-6-1984, n. 6: EV 9, 842).
La respuesta del hombre
5. No cabe duda de que la celebración más elevada de la gloria divina tiene lugar hoy en la liturgia. «Dado que la muerte de Cristo en la cruz y la resurrección constituyen el contenido de la vida cotidiana de la Iglesia y la prenda de su Pascua eterna, la liturgia tiene como primera tarea volvernos a llevar por el camino pascual abierto por Cristo, en el que se acepta morir para entrar en la vida» (Carta apostólica «Vicesimus quintus annus», 6). Esta tarea se ejerce sobre todo por medio de la celebración de la Eucaristía, que hace presente la Pascua de Cristo y comunica su dinamismo a los fieles. Así, el culto cristiano se convierte en la expresión más viva del encuentro entre la gloria divina y la glorificación que sale de los labios y del corazón del hombre. A la «gloria del Señor que llena la morada» del templo con su presencia luminosa (cf. Éxodo 40, 34) le tiene que corresponder nuestra «glorificación del señor con espíritu generoso» (Sirácida 35, 7).
La existencia del hombre: glorificación de Dios
6. Como nos recuerda san Pablo, tenemos que glorificar también a Dios en nuestro cuerpo, es decir, con toda la existencia, pues nuestro cuerpo es templo del Espíritu que está en nosotros (cf. 1 Corintios 6, 19. 20). Desde esta perspectiva, se puede hablar también de una celebración cósmica de la gloria divina. El mundo creado, «tan a menudo desfigurado por el egoísmo y la avidez», tiene en sí «la potencialidad eucarística»: «está destinado a ser asumido en la Eucaristía del Señor, en su Pascua presente en el sacrificio del altar» («Orientale Lumen» 11). A ese aleteo de la gloria del Señor, que está «por encima de los cielos» (Salmo 113, 4) y se irradia en el universo, le corresponde, como contrapunto de armonía, la alabanza de toda la creación de modo que «Dios sea glorificado en todo por Jesucristo, a quien corresponden la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén» (1 Pedro 4, 11).